Al contrario de lo que muchas veces se piensa, los límites y la libertad no están reñidos. Es más, son los límites los que precisamente nos proporcionan ese recinto seguro que nos permite desarrollarnos autónomamente en libertad. Conocerlos y entenderlos nos otorga la responsabilidad de nuestra propia conducta, pero también independencia. Hemos de recordar que el conocimiento es poder.
Dado que somos seres sociales, los límites son también imprescindibles para la mejora de la vida en sociedad. Entender que nuestros derechos terminan donde empiezan los de los demás es la base del respeto y de una convivencia sana.
Sin embargo, la frontera que separa un límite de un ejercicio de poder es muy fina. Para respetar algo, necesitamos entenderlo, hacerlo nuestro. De lo contrario, se convierte en un abuso de poder. Una orden que debe ser obedecida, aún sin saber muy bien por qué. Y en este sentido, no hay edad que valga. También los niños quieren y merecen conocer el sentido de las cosas, y no escuchar un simple «¡Porque lo digo yo!«.
¿Qué sentido tiene exigirles que se estén quietos o que permanezcan en silencio cuando ni siquiera nosotros le encontramos una justificación? ¿Cuál es el objetivo? ¿Queremos que nos obedezcan porque sí, o queremos que sepan por qué es importante? Cuando los niños preguntan «¿por qué?», no lo hacen para molestarnos. Lo hacen porque no lo entienden, y necesitan entenderlo. ¿A caso a nosotros, los adultos, no nos ocurre lo mismo?
Los niños, por corta que sea su estatura o su experiencia en la vida, no dejan de ser personas. Personas con una opinión propia y una capacidad para razonar y asumir ciertas responsabilidades. Algo que sólo serán capaces de hacer si se les deja. Las relaciones no se basan en la imposición, sino en el diálogo y el respeto mutuo. Y para ello, nada como el ejemplo.