Educar en emociones

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Las emociones determinan nuestra relación con el entorno. Están presentes en cada cosa que pensamos, decimos y hacemos. Sin embargo, apenas les prestamos atención. Nos centramos tanto en la razón, que a veces se nos olvida educar en emociones. Como dice Mario Benedetti: “Nos enseñaron desde niños cómo se forma un cuerpo, sus órganos, sus huesos, sus funciones, sus sitios, pero nunca supimos de qué estaba hecha el alma”.

Durante años, la emoción y la razón han sido consideradas dos entes independientes. Tanto es así, que se llegaba incluso a asumir que la familia debía encargarse de la primera, mientras que la escuela lo hacía de la segunda. ¿Cuántas veces hemos escuchado eso de que la familia «educa» y la escuela «enseña»?

Hoy, en cambio, sabemos que ambas funcionan mejor cuando van de la mano. Algo fundamental en una sociedad VUCA (en castellano: Volátil, Incierta, Compleja y Ambigua) como en la que vivimos actualmente. ¿Por qué? Porque cuando se trata del futuro, cada vez hay más preguntas sin respuesta, y ante esto, necesitamos algo más que conocimiento.

A pesar de haber más conciencia al respecto, resulta curioso que, cuando se trata de educar en emociones, por regla general los adultos sólo intervenimos cuando se trata de emociones «negativas». ¿Cómo? Sancionándolas y limitando su expresión, pensando que así el niño dejará de sufrir. Pero, ¿realmente sufre? ¿O sufre cuando no le dejamos llorar aún teniendo tiene la necesidad de hacerlo? ¿A quién le molesta realmente esa situación?

Todas las emociones, incluso las negativas, son importantes y necesarias: la rabia nos permite no aceptar algunas situaciones injustas y ser parte de un cambio, el miedo nos impulsa a la acción ante una amenaza de peligro, la tristeza nos permite recogernos para reflexionar y tomar decisiones… Por eso, frases como «los niños no lloran», «no estés triste» o «no entiendo por qué te enfadas, si es una tontería» ponen de manifiesto una falta de comprensión por parte del adulto. 

Educar en emociones no consiste en ser permisivos ni sobreprotectores. Significa permitir sentir, comprender, y ofrecer recursos para ayudarles a gestionarlo. Porque, aunque para nosotros no pase nada, para ellos sí pasa.

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